“Van a matar a mi padre”
José Antonio Pérez Pérez
“Van a matar a mi padre”. En todos estos años no he podido olvidar aquella frase. Mi compañera de clase la repetía ensimismada una y otra vez, mientras lloraba sin consuelo, acurrucada en un pasillo del instituto. Un día antes había aparecido en una cuneta, entre Zarátamo y Arcocha, el cuerpo desmadejado, sin vida, de José María Ryan, asesinado por ETA militar de un disparo en la cabeza. Aquel secuestro y su trágico final cambiaron muchas cosas. Demostraron que, desgraciadamente, la violencia sí servía para algo. Podía extender el terror y paralizar una obra tan importante y cuestionada como la central nuclear de Lemóniz, o crear un desgarro interior entre quienes estábamos en contra de aquel proyecto y rechazábamos a ETA. La organización terrorista y un sector del movimiento antinuclear, alegre y combativo, entendieron que la vida de un hombre era el precio que había que pagar para convencer a Iberduero de la impopularidad de aquel proyecto.
José María Ryan fue secuestrado el 29 de enero de 1981. Aún me sobrecojo al ver su imagen en aquella fotografía que mandó la organización terrorista para demostrar que la vida del ingeniero jefe de la central estaba en sus manos. Ryan aparece de nuevo entre las mías cuando escribo estas líneas, con el rostro desencajado, despeinado, sin afeitar y lleva la muerte escrita en los ojos. A su derecha la silueta siniestra del cañón de una metralleta lo anuncia a gritos. Van a matarle. La fotografía se ha convertido en un icono terrible de los años de plomo, y Lemóniz, como dice mi compañero, el historiador Raúl López Romo, en una metáfora de la Transición en el País Vasco. Recuerdo también la imagen desesperada de su esposa y sus hijos pequeños pidiendo a la banda terrorista que no cumpliera su amenaza. Ryan solo era para ETA un “yanki imperialista al servicio de la oligarquía española”. No hubo piedad.
En aquel tiempo yo estudiaba en el Instituto de Erandio, uno de los más conflictivos de la provincia. El ambiente estaba tan politizado y marcado por la violencia que uno apenas podía evadirse de todo lo que ocurría a su alrededor. Los asesinatos, las huelgas, las manifestaciones y las amenazas de bomba formaban parte de nuestro día a día, como las clases de literatura o la hora del recreo. Pero con quince o dieciséis años todo aquello podía ser muy excitante. Hasta divertido. Los viernes por la tarde, manifestación en el Casco Viejo de Bilbao. Palos, botes de humo y carreras. Si la escaramuza con las “fuerzas de ocupación” había sido exitosa se celebraba con unos zuritos en Barrencalle. Los lunes varios compañeros contaban sus hazañas y nos mostraban las pelotas de goma recogidas como trofeo tras la refriega.
Lo peor era lo que ocurría en las aulas. Aquello era el reflejo de una sociedad que se movía entre el matonismo, el miedo y la indiferencia. Nuestro profesor de ciencias dividía la clase en grupos donde reunía a media docena de alumnos y nos ponía nombres para realizar trabajos de prácticas: “Vosotros seréis el comando Bizkaia y vosotros, el comando Gipuzkoa. Vosotros, los del fondo, el comando Madrid”. Aquello eran palabras mayores, un verdadero honor, porque tres meses después del asesinato de Ryan, la sucursal del terror en la capital de España había cometido un atentado espectacular contra el general Valenzuela, acabando con la vida de tres seres humanos. La banalización del mal en estado puro.
Los críticos callábamos. Podríamos haber acudido al director para protestar por aquella infamia. Lo malo es que era una de las caras más conocidas del movimiento antinuclear de entonces y un destacado miembro de Herri Batasuna. Mejor no meterse en problemas. Así que solo podíamos comentar lo que sentíamos con los más allegados. Nos preguntábamos entre cuchicheos si todo aquello era normal, si esa caricatura grotesca podía encajar en una sociedad como la nuestra. Encajaba perfectamente. El resto eran risas divertidas y estúpidas de adolescentes incapaces de comprender lo que significaba matar a un hombre, una simple anécdota si la víctima era guardia civil, policía o simplemente, un puto español. Entonces uno perdía la condición de hombre y se convertía en un txakurra, en un perro, en un infrahumano que no merecía vivir. “Algo habrá hecho”. Pero la muerte no significaba lo mismo para todos. La vida de los gudaris era sagrada. Eterna. Los miembros de ETA que fallecían en enfrentamientos con la policía merecían días de paro para honrar su memoria, carteles que recordaban sus caras y sus nombres por todas las paredes, y un pebetero con llamas en mitad de cada plaza de cada pueblo. El panteón de los héroes se iba llenando de rostros que componían un macabro mural de vidas ofrecidas como sacrificio ritual ante el altar de la Patria.
Un día después del asesinato de Ryan sorprendí a mi compañera Begoña llorando desconsolada en un pasillo de nuestro instituto. Me llamó la atención porque era una chica rubia, de ojos azules, habladora, guapísima, una de esas chicas inalcanzables y nunca la había visto llorar. Y menos a escondidas. Me acerqué a ella y le pregunté qué le pasaba. Su respuesta me heló la sangre en las venas: “Van a matar a mi padre”. Me quedé allí paralizado, mirándola, sin saber qué decir. Aquella chica, sentada en el suelo, se había convertido en un ovillo, tratando de ocultar sus lágrimas con las manos. Le pregunté por qué motivo alguien podría querer asesinar a su padre. “Trabaja en Lemóniz. Es ingeniero y van a matarle”. No hacían falta más explicaciones. Sé que me acerqué, pero no puedo recordar lo que dije, si es que alcancé a decir algo. Quizás no dije nada.
El asesinato de Ryan y las lágrimas desconsoladas de Begoña cambiaron mi percepción sobre la violencia y el terrorismo. Nunca había estado a favor, pero comprendí entonces, con mis quince años, que ETA podía matar a cualquiera y que no había motivo alguno que justificase el asesinato de un ser humano. A los pocos días acudí a la manifestación que se convocó en Bilbao para protestar por el crimen del ingeniero jefe de la central. Lo pensé durante horas. Quería expresar mi repulsa, pero también temía que algún conocido me reconociese entre aquella gente. Finalmente tomé una decisión y llegué casi al final de la marcha. Fue la primera vez. Nadie más volvería a matar en mi nombre.
Manifestación tras el asesinato de José María Ryan, ingeniero jefe de Lemóniz, Bilbao, febrero 1981
Pero aquel asesinato me produjo otro desgarro interior. Buena parte de los jóvenes de entonces nos identificábamos con las reivindicaciones ecologistas y yo compartía el rechazo contra Lemóniz. No sabíamos nada de la energía nuclear, más allá de un par de lugares comunes que servían pare reforzar nuestro compromiso con aquella causa. No hacía falta mucho más. La oposición a la central era muy plural y anterior a la entrada de ETA en escena. Destacadas personalidades de la vida cultural, política y social en el País Vasco se habían implicado en la lucha contra su construcción desde 1976. Las manifestaciones que se habían organizado hasta entonces habían sido multitudinarias, pero todo aquello saltó en pedazos cuando el Gran Hermano entró en juego con el objetivo de aprovechar la coyuntura. No escuché demasiadas críticas entre los grupos que se oponían a la construcción de la central. Las hubo, pero las previsibles por la trayectoria y las convicciones democráticas de las personas que las hicieron. El resto calló. O como mucho se desmarcó tímidamente, sin estridencias, de la estrategia de ETA. Algunos destacados miembros del movimiento ecologista se encogieron de hombros, y contribuyeron a transferir la responsabilidad de aquella muerte a Iberduero y “al Estado”. Para mucha gente eran ellos los verdaderos culpables del crimen. Eran ellos quienes con su cerrazón habían obligado prácticamente a ETA, contra su voluntad, a cumplir con su amenaza. Un clásico. Yo no podía comprender cómo personas que defendían con tanta pasión la ecología y la vida frente al peligro nuclear podían permanecer calladas frente a aquel asesinato. Recuerdo entonces, con dolor, cómo me arranqué para siempre la chapa que llevaba en el pecho, con aquel sol tan risueño y descarado.
Aquellos fueron unos días terribles. Poco después del asesinato de Ryan el miembro de ETA militar Joseba Arregui murió en el Hospital Penitenciario de Carabanchel, tras sufrir terribles torturas en la Dirección General de Seguridad. Los actos de repulsa por aquella muerte inundaron el País Vasco. Fue un hecho tremendo, un verdadero mazazo que contribuyó en gran medida a desactivar la reacción ciudadana tras el asesinato del ingeniero jefe de la central nuclear de Lemóniz. Aquello fue un crimen y sirvió para dar más oxígeno a ETA y a quienes justificaban sus métodos. Se convocó una nueva manifestación. Podría decir ahora que acudí también a ella para protestar por la muerte de Arregi, pero mentiría. No lo hice. Estaba horrorizado y totalmente en contra de la tortura y a pesar de ello no fui. Sabía perfectamente lo que iba a ocurrir, que Herri Batasuna utilizaría aquel suceso como argumento para justificar el terrorismo de ETA, no para defender los derechos humanos. Es lo que ocurrió.
La central nuclear de Lemóniz terminó por cerrarse poco después. Murió antes de nacer. Un importante sector de la sociedad vasca vivió la paralización de la obra como una victoria del movimiento ecologista y antinuclear. La izquierda patriótica lo celebró como una victoria frente a los tenebrosos poderes fácticos que explotaban al pueblo vasco. Para mí fue una derrota del Estado de Derecho y, sobre todo, del movimiento ecologista, incapaz de desprenderse de la sombra protectora de ETA, el guardián de las esencias, la espada vengadora que llegaba donde no alcanzaban las movilizaciones. Diez años después volvería a vivirlo del mismo modo, esta vez tras el vergonzoso cambio en el trazado de la autovía de Leizaran que decidieron dos partidos democráticos. Aquel episodio siguió demostrando que el terrorismo de ETA servía para algo. Las amenazas, los sabotajes y la sombra de Lemóniz fueron muy efectivos, hasta dieron lugar a la formación de una coordinadora que en muy poco tiempo, y visto el éxito de su mediación, acabó por convertirse en un “movimiento social por el diálogo y el acuerdo en Euskal Herria”. Qué cosas.
La acción terrorista de ETA contra Lemóniz terminó con la vida de cinco personas: Andrés Guerra Pereda, Alberto Negro Viguera, Ángel Baños Espada, Ángel Pascual Múgica y el propio José María Ryan. En Rentería, en junio de 1982, Alberto Muñagorri, un niño de diez años, resultó terriblemente mutilado al hacer explosión una bomba contra un almacén de Iberduero. Al día siguiente el ayuntamiento aprobó en un pleno extraordinario una moción presentada por Herri Batasuna en la que se solicitó la apertura de una investigación para “aclarar la explosión del artefacto”. En ella se denunciaba expresamente a la Policía Nacional “al desentenderse del hecho” y a la empresa Iberduero, “que demuestra su falta de escrúpulos para llevar adelante su proyecto imperialista”. En la manifestación de repulsa que recorrió las calles de Rentería miembros de la izquierda abertzale arrojaron monedas contra el grupo de personas que recorrió las calles de la localidad guipuzcoana. Les escupieron, les apuntaron con el dedo simulando una pistola y les gritaron “Gora ETA militarra”, “Policía, asesina” y “estos son, los chicos de Rosón”, en referencia a los miembros del PSE, del EPK y de Euskadiko Ezkerra que encabezaban la marcha. Sí, en aquella época ocurrían estas cosas. No fueron un mal sueño.
No sé qué ocurrió con Begoña. Al curso siguiente perdí su pista. Afortunadamente no mataron a su padre, pero vivió con la amenaza de su asesinato durante mucho tiempo. No puedo hacerme a la idea de lo que significó aquello. Quizás se marchó con su familia o siguió ocultando la profesión de su padre como hizo otra mucha gente por entonces. Quizás se mimetizó con las mentiras para pasar desapercibida y evitar las miradas incómodas, los silencios cómplices o las pintadas acusadoras escritas con tiza en una pizarra. Nunca le conté a nadie que la vi llorando, desencajada, aquella mañana de febrero en el pasillo de nuestro instituto.
A veces recuerdo aquellas cosas que publicaba nuestro añorado Luciano Rincón, tan socarrón y tan lúcido. “Hubo una época donde tuvimos miedo de decir que teníamos miedo”. Y era cierto, confesar que se sentía temor a la organización terrorista podía ser motivo suficiente para poner el foco de la banda y de su entorno sobre uno. Si no habías hecho nada malo no tenías nada que temer de ETA, porque esta solo atacaba a quienes se lo merecían. Por esa razón, cuando uno escucha y lee ciertas cosas sobre la memoria reciente y sobre el comportamiento de la sociedad vasca yo solo puedo acordarme de aquella chavala rubia, acurrucada en el pasillo de un instituto, ocultando sus lágrimas y de todos aquellos que como ella hubieran agradecido unas palabras de ánimo de todos nosotros, un mínimo rasgo de humanidad en medio del horror. No lo tuvimos. Hicimos muy poco y nuestro silencio nos perseguirá mientras nos quede memoria para recordarlo.
José Antonio Pérez Pérez es Doctor en Historia Contemporánea por la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea e investigador del Instituto Universitario de Historia Social Valentín de Foronda. En la actualidad dirige una proyecto de investigación sobre historia y memoria del terrorismo en el País Vasco. En 2013 editó Construyendo memorias. Relatos históricos para Euskadi después del terrorismo, y en 2015 El peso de la identidad. Mitos y ritos de la historia vasca.
[…] Testimonios en primera persona […]
Y como luego ocurrió con la autovia de Leizarán todo se basaba en una mentira, todo era una estafa. Cientos de nucleares en Europa y no ha pasado nada. Euskadi perdió enegia barata y eficente amén de una contribución a la lucha contra el cambio climático. El triunfo e los magufos
Impresionante tu texto, José Antonio. Recoge muy bien la dura realidad (vivida entonces, y viviéndose aún).