Lecciones de vida
Lucía Cristóbal Gómez
Maite es una mujer resuelta, fuerte, hace honor a su apellido, así que cuando me lo propuso, no dudé: “Lucía, voy a visitar a M., ¿me acompañas?” Y de camino me fue contando que íbamos a ver a una mujer a quien los terroristas habían dejado viuda con tres hijos pequeños, el mayor de 10 años cuando asesinaron a su padre. Vale, vas y te plantas ahí, ¿y qué le dices a quien han arrancado el corazón en vida, destrozándosela para siempre? No hay bálsamo de fierabrás capaz de mitigar el dolor, dolor inmenso. Porque la vida es muy puñetera, aún más, y le tenía reservado otro par de potentes golpes cuando se llevó a su hijo más joven con 19 años y, tiempo después, a quien con infinito amor le ayudó a recomponer su corazón roto. A veces pienso que Dios está mirando “pa’ Cuenca”… Pero ahí sigue M., resistente, porque la vida así lo exige y así debe ser.
Aquel fue mi primer contacto en primera persona con el mundo de las víctimas del terrorismo, hace ya muchos años, pero caló hondo y ya fue, es, algo continuado, un compromiso pegado a la piel. Tiempo después de esa visita un personaje político me preguntó cómo creía que debía abordarse a las víctimas, cómo acercarse a quienes a veces no querían su presencia… Recuerdo que contesté algo así como que algunas circunstancias son hijas del cargo que detentan pero que, en cualquier caso, mano abierta y mirada limpia, las víctimas tienen un GPS particular que detecta actitudes impostadas y uno debe dejar esquinada la idea de que el propio sentir sobre algo es la forma adecuada de abordar un tema. Esa mano abierta debe estarlo para sujetar sin condiciones a quienes dejan que te asomes a su interior y la mirada limpia debe ser una invitación sin reservas al sosiego que puede brindar una escucha serena y cercana. Generar confianza, una corriente cálida que transmita empatía, que restañe de alguna manera, nunca suficiente, la paz interior quebrada cuando les abofeteó la parte más oscura del ser humano.
Entablas contacto con una víctima, ¿y ya? ¿Debe engrosar una lista, ser un número más? Alguien me dijo una vez que yo era demasiado sensible cuando tocaba estos temas, pero, honestamente, no concibo otra manera que adoptar una actitud humilde ante la entereza que siempre han mostrado las víctimas del terrorismo en general, y aquellas con quienes mantengo amistad a lo largo de estos muchos años en particular. ¿Cómo escuchar, si no, el relato de su experiencia: que han encontrado a su familiar asesinado en el portal, que matan al padre poco antes de hacer la primera comunión, que la salud de la madre se resiente gravemente porque somatiza el dolor después del asesinato del marido, que tengas que organizar el funeral de tu padre apenas terminada la adolescencia, que tu recuerdo de niña pequeña sea lo único que te quede de tu padre, que tus hijos no puedan conocer a sus abuelos, que te causen heridas gravísimas que resulten en amputaciones o vidas ancladas a sillas de ruedas o camas que no te permitan más horizonte que los cuatro puntos cardinales de una habitación…? Vale, soy sensible. ¿Y? ¡Cómo no serlo ante semejante dolor, no se puede tener el corazón de hielo!
Así que no puedo por menos que estar a su lado cuando piden Justicia, a su lado cuando piden Memoria, a su lado cuando piden Verdad. Porque me parece inmoral que haya trescientos y pico asesinatos sin resolver, como si esas víctimas no merecieran que sus casos se investigaran para resolverlos. Porque me parece indecente que se rinda homenaje a los verdugos cuando salen de la cárcel y se traslade a la letra pequeña de la Historia que eran “soldados por la libertad de Euskal Herria”, como si asesinar a un semejante fuera algo de lo que sentir orgullo. Porque hay que mirarlas a los ojos y decirles que no están solas, y que otra sociedad es posible, una sociedad en la que se reconozca el valor de su sacrificio. Porque sus familiares no desaparecieron por arte de magia, no fueron heridos porque sí, sino que hubo quienes trazaron un plan perverso y se adjudicaron el derecho de decidir quién vivía y quién no. Merecen no sólo que se les escuche, sino que se les respete. Respeto cuando quieran hablar y cuando no, cuando quieran hacerse visibles o cuando prefieran mantenerse en silencio, cuando estemos de acuerdo con ellas y cuando no… Nos corresponde escuchar y atender, no juzgar, no imponer, defender la memoria de quienes no están, porque nuestra voz debe ser la de los ausentes. Con la mirada en el horizonte, la cabeza alta, porque la vida continúa y hay que echarle ganas.
Alguien muy querido me dijo una vez que la vida era como una carpeta en la que metíamos hojas poco a poco, conformando un libro siempre a mano. Miro a los ojos de las víctimas y veo auténticas lecciones de vida que voy incorporando a mi carpeta. Les agradezco inmensamente que me hayan hecho, creo, mejor persona.
Lucía Cristóbal Gómez fue miembro de la comisión de víctimas de Gesto por la Paz.