La libertad, una conquista diaria
Javier Marrodán
El 27 de marzo de 1995 fue un día señalado en la pequeña historia del periodismo navarro. Herri Batasuna había convocado una rueda de prensa en su sede de la calle Nueva para anunciar la celebración del Aberri Eguna que tendría lugar seis días después. Aún faltaban varios años para que los jueces descubrieran los parentescos políticos, financieros y militares de la coalición, y sus líderes campaban cómodamente en las calles, en los carteles y en los micrófonos. Aquel lunes de hace 22 años se sentaron frente a los periodistas Jon Idígoras, Adolfo Araiz y Panpi Saint-Marie, desplazado desde el sur de Francia para la ocasión. El contexto era más duro y complicado que el actual: ETA aún asesinaba con una cadencia salvaje, los jóvenes de Jarrai quemaban autobuses y contenedores sin especiales contratiempos, había concejales de HB en todos los ayuntamientos y, si un político se mostraba demasiado beligerante –Ramón Jáuregui, pongamos por caso–, un parlamentario de HB –Mikel Zubimendi, sin ir más lejos– rociaba su escaño con cal viva. El último asesinado era Gregorio Ordóñez, concejal en el ayuntamiento de San Sebastián, licenciado en Periodismo por la Universidad de Navarra, abatido a tiros el 23 de enero anterior mientras comía en un bar del casco viejo donostiarra. Tres días antes de la rueda de prensa de HB, en Rentería, varios encapuchados urdieron una emboscada y pegaron fuego a una furgoneta de la Ertzaintza ocupada por cinco agentes. No hubo fallecidos, pero uno de los policías, Jon Ruiz Sagarna, sufrió quemaduras en el 75% de su cuerpo.
En el ámbito periodístico, la presión no era menor: algunos reportajes un poco más elaborados o comprometidos de lo habitual tuvieron la réplica de carteles y pasquines en los que se tachaba a los autores de “txibatos”, y a algunos reporteros se les afeó directamente su conducta con un artefacto explosivo en el rellano de su casa. Las amenazas eran en aquella época una consecuencia más del “conflicto”. Sólo tres meses antes de la convocatoria de la calle Nueva, Egin entrevistó con gran despliegue tipográfico a dos personas que habían sido detenidas por su presunta relación con ETA. El titular era elocuente: “Tenemos pruebas de la operación policial y periodística conjunta”. Los entrevistados presentaron incluso sendas demandas contra los periódicos locales que habían informado de su detención, aunque la iniciativa judicial tuvo un recorrido brevísimo. Por cierto, que uno de los demandantes con el tiempo fue elegido concejal por HB en Villava. Pero HB era en aquellos años otra cosa. O eso decían ellos.
La rueda de prensa empezó con normalidad. Los portavoces abertzales se habían acostumbrado a repetir sus soflamas con relativa soltura y aquel día no fue excepción. Jon Idígoras afirmó que Euskadi estaba llamada a ser “una nación vasca, soberana, independiente, euskaldun, reunificada y socialista”, y manifestó su deseo de que en Navarra y el País Vasco se pudiera configurar un escenario “democrático” en el que “cualquier ciudadano” tuviese la oportunidad de “defender libremente cualquier opción”. Comentó también algunos aspectos relativos al Aberri Eguna y abrió el turno de preguntas con un gesto de indiferencia.
Se extendió entonces entre los periodistas ese silencio un poco espeso tan propio de las ruedas de prensa. En las de HB, además de la pereza o la inutilidad de las preguntas, solía flotar en el ambiente una duda algo más metafísica: “¿Qué hacemos poniéndoles el micrófono a estos tipos?”. Pero era siempre un interrogante que los profesionales más honrados se hacían en privado. Las ruedas de prensa se solventaban normalmente con varias dudas inofensivas y con alguna cuestión más o menos cómplice planteada por el representante de Egin. Salirse de ese guión tácito era llamar la atención, y eso siempre podía traer consecuencias. ¿Para qué tentar a la suerte? El encuentro se cerraba con unas sonrisas y una despedida lacónica. Algunos regresaban a sus redacciones con una mezcla de resignación y vergüenza, y otros apenas pensaban en transcribir cuanto antes las reflexiones abertzales para abordar después otro tema más estimulante o para llegar pronto a comer.
Sin embargo, aquel 27 de marzo ocurrió algo inesperado, incluso para mí mismo. Supongo que un poco cansado de tantos complejos y omisiones, me lancé a exponer la reflexión que de verdad quería hacer, y en vez de preguntar a los ponentes cuántos asistentes esperaban al Aberri Eguna o qué opinaban de las penúltimas declaraciones de algún consejero locuaz, trasladé a Jon Idígoras la paradoja que había estado rumiando en los minutos anteriores: “Ha asegurado usted –le dije– que su deseo es que cada ciudadano pueda defender libremente cualquier opción. ¿Por qué entonces su partido ni siquiera ha sido capaz de condenar el asesinato de Gregorio Ordóñez, que murió por defender una opción distinta a la de HB?”. Idígoras escuchó asombrado aquella pregunta intempestiva y, con aplomo, todo hay que decirlo, improvisó una respuesta genérica y evasiva que terminó con invocaciones a Lasa, Zabala, Brouard y Muguruza. Mientras él hablaba yo me sujetaba las piernas debajo de la mesa para que nadie notase cómo me temblaban. Pensaba que mi pregunta no iba a tener mucho más recorrido, que aquello no daba más de sí, pero una reportera –Ana, qué bien la recuerdo– me tomó el relevo: “Ha hablado de la convivencia democrática que buscan para todos los ciudadanos –le recordó a un Idígoras al que ya empezaba a notársele cierta incomodidad–. ¿Qué tiene que ver eso con pegarle fuego a una furgoneta llena de ertzainas?”. El portavoz de HB volvió a su discurso maniqueo y a las comisarías y a Muguruza. Apenas dejó de hablar, un tercer periodista –creo que fue Joseba, o quizá Beatriz– formuló una nueva pregunta: “¿Cómo van a convencer a la sociedad de ese respeto que supuestamente anhelan cuando se ha visto a una persona de HB echando cal viva en el escaño de un político socialista?”. Idígoras mantuvo la serenidad, pero Adolfo Araiz, a su lado, no podía ocultar el nerviosismo. Hizo incluso un ademán de dar por concluida la rueda de prensa, pero aún hubo un par de preguntas más sobre las “movilizaciones” que HB había convocado días antes, y que se habían saldado con enfrentamientos y cuantiosos daños urbanos.
Aquel 27 de marzo, cuando los periodistas salimos de la sede abertzale en la calle Nueva, había entre nosotros –al menos entre los que habíamos preguntado– un creciente sentimiento de orgullo: aquella no había sido una rueda de prensa como las demás, por fin habíamos dicho lo que pensábamos, esta vez sí que podríamos transcribir el encuentro sin ningún remordimiento de conciencia. Me habían temblado las piernas, sí, pero había descubierto que la libertad es una aspiración, incluso un derecho, pero también una conquista.
Javier Marrodán es licenciado en Ciencias de la Información, doctor en Comunicación por la Universidad de Navarra y profesor en ese mismo centro. Durante muchos años fue redactor de Diario de Navarra. Entre 2012 y 2014 dirigió el proyecto “Relatos de plomo: historia del terrorismo en Navarra”.
Está muy bien el artículo. Además de una historia alucinante, está muy bien contada. Muy bien. Gracias
Un relato muy clarificador e interesante, gracias a Periodistas como este se ha ayudado a combatir a ETA
Pequeños gestos de lucidez en una sociedad amodorrada por el miedo. No me extraña que salieran de allí con las conciencias más limpias. ¿Cómo se llegó a eso?