El terrorismo cerca de la puerta de casa

El terrorismo cerca de la puerta de casa

Gorka Angulo Altube

Durante muchos años viví en la localidad vizcaína de Santurce, que ahora lo llaman Santurtzi. Yo, como defiendo la libertad de elegir frente a la obligación de ser, sigo denominando a la localidad marinera como siempre se ha hecho, aquí y en su homónima de San Juan de Puerto Rico. La convivencia y el respeto también se expresan en los topónimos bilingües, nunca en denominaciones únicas artificiales, recientes, forzadas y a veces también horteras, con las que sustituir a otras de siglos de existencia. La casa de mis padres estaba en la céntrica calle Capitán Mendizábal, rebautizada recientemente como Itsasalde. En esa calle viví varios casos de terrorismo con víctimas mortales que nunca me dejaron indiferente.

En 1976 tenía 8 años. El 9 de julio de ese año, en el “Día de la sardina” que marcaba el comienzo de las fiestas patronales, bajó por nuestra calle una manifestación pro-amnistía dispersada en pequeños grupos tras la aparición de la Guardia Civil. Los que portaban ikurriñas se apresuraron a esconderlas. Varios manifestantes con una bandera vasca se refugiaron en el bar “Sierra”, donde tres supuestos ultraderechistas vestidos de arrantzale (pescador) -típico en fiestas- les agredieron e intentaron entregarles a guardias civiles de uniforme. Los tres ultras fueron acorralados en la calle por otros manifestantes y al verse rodeados comenzaron a disparar y a correr pistola en mano. Uno de los tiros alcanzó a Begoña Menchaca Gonzalo, conocida como Normi Menchaca. Era una ama de casa de 46 años, casada, con tres hijos, que se retiraba a su domicilio por el cariz que estaban tomando las cosas. Quedó tendida en la acera, justo enfrente del portal de nuestra casa. Hubo varios heridos por arma de fuego. La sangre, cubierta con serrín y algunas flores, todavía la tengo en mi memoria. Desde entonces, la sangre que veía en los atentados siempre me producía escalofríos, me bloqueaba entero. El asesinato de esa mujer fue como el de Arturo Ruiz García, un albañil y estudiante granadino de diecinueve años al que un ultra le disparó en la madrileña calle Estrella (cerca de la Gran Vía), en aquellos siete días negros de enero de 1977 en los que tembló la Transición.

La familia de Begoña batalló durante décadas para que fuera reconocida como víctima del terrorismo. Tenían razón y se la dieron en los tribunales (muy tarde), porque los asesinos de Begoña eran terroristas de manual. Fueron pistoleros de Cristo Rey, nostálgicos del franquismo que a la muerte del dictador, mano a mano con ETA, querían “ulsterizar” el País Vasco y “argentinizar” España. La solución para justificar su existencia y la de los etarras era una intervención militar como en Irlanda del Norte o un golpe de Estado del Ejército como en Argentina, petición permanente en su prensa y en algunos funerales de víctimas de ETA y GRAPO. A Normi Menchaca le mató la bala perdida de uno de aquellos chulos armados, incontrolados les llamaban, pero no lo eran tanto por sus buenos contactos con mandos de Policía Armada o Guardia Civil, que les hacían creerse impunes en su misión salvífica de España. En Santurce, los rumores acusaron, sin probar fehacientemente que fuese el autor del disparo, al hijo de un militar retirado, antiguo jefe de la Policía Municipal, asesinado por ETA años más tarde, tres días después de aprobarse la Constitución. Meses antes habían matado a un policía local con carné de Fuerza Nueva al que acusaban de estar a sus órdenes.

El entorno de ETA convirtió a Begoña Menchaca en uno de sus mártires y nunca faltaron ni flores ni placas conmemorativas en el lugar donde cayó malherida. Las manifestaciones como la del día del asesinato de Normi fueron bastante habituales desde entonces hasta comienzo de los años ochenta. Recuerdo estar viendo una desde casa cuando observé a un tipo de paisano disparando a unos manifestantes que huían. ¡Es con una pistola de verdad!, exclamé con inocencia infantil. Y a mi padre le faltó tiempo para agarrarme del cuello y meterme para dentro. Ese día había ido a buscarnos al colegio, en Portugalete, y volvimos a casa sorteando barricadas. Era una de aquellas jornadas de huelga general en las que todo se parecía a Belfast en sus peores tiempos y mi abuela siempre hablaba de no sé qué de 1936. El crimen de Begoña Menchaca lo tenía tan metido en la duramadre que, el día que fue reconocida como víctima del terrorismo, fui a entrevistar a uno de sus hijos para Cuatro. Fuimos la primera cadena de televisión con la noticia. Como periodista siempre he creído que, ante las víctimas del terrorismo, no se puede ser equidistante como el juez de silla de un partido de tenis. Algo que desde luego nunca vi ni aprendí en determinados medios de comunicación vascos.

Con los años, jamás escuché a nadie alegrarse del asesinato de aquella mujer. Nunca vi ninguna pintada ni leí ningún mensaje que lo justificase. Este crimen nos revela que tuvimos un terrorismo parapolicial o de extrema derecha, sin apoyo social, sin partidos que lo respaldasen públicamente, sin manifestaciones de sus hinchas pidiendo más muertes, que solo sirvió para llenar el argumentario de ETA y sus palmeros. El nombre de Normi Menchaca nunca desapareció del espacio público, del lugar donde fue asesinada, incluso cuando recientemente se cambió el nombre de la calle hubo quien propuso darle su nombre. Creo que no hubiera sido justo. Cuatro años después de su muerte, el 3 de septiembre de 1980, ETA asesinó a unos veinte metros del lugar donde cayó Begoña Menchaca a un trabajador portuario cuando se dirigía a su trabajo como conductor de una carretilla. Era miércoles, me faltaban unos días para comenzar 7º de EGB. Hacia las ocho de la mañana de aquel día un etarra disparó ocho tiros de pistola a corta distancia a Antonio Fernández Guzmán. Malherido, le siguieron disparando hasta que le remataron en el suelo. Otro crimen sin resolver treinta y siete años después.

Ocho meses antes habían aparecido en bares y paredes del pueblo unos panfletos anónimos que le acusaban de “esquirol y chivato”, el acuse de recibo de un atentado próximo. Algunos amigos de la víctima retiraron los pasquines y lograron contactar con sus supuestos autores, a los que aclararon que tales acusaciones eran falsas. Sin embargo, horas después del crimen, ETA lo reivindicaba mediante una llamada a Egin, el boletín oficial del terrorismo abertzale, justificándolo en las acusaciones que se habían hecho contra la víctima. Recuerdo aquel cuerpo tapado en la esquina de una acera, en un charco de sangre, detrás de un Seat 133 rojo aparcado, con una bolsa perdida que tenía fruta y un bocadillo. Era la imagen del típico crimen de los “años de plomo”: a primera hora de la mañana, el cadáver en la acera y tapado con una sábana o manta. Mientras tanto el miedo hacía estragos entre vecinos y curiosos. No hubo muestras públicas de indignación o repulsa, únicamente silencios, corrillos en voz baja y gente mirando desde las ventanas de los edificios próximos o desde un semicírculo contenido por varios policías nacionales. Cuando tienes doce años no reparas en ello, pero sí cuando eres más mayor y la escena se repite.

Era la foto fija de una sociedad moralmente enferma, que durante muchos años no fue capaz de salir de un espacio acotado por la complicidad y la cobardía moral. Antonio Fernández Guzmán era un trabajador nacido en Huelma (Jaén), desde donde había emigrado con sus padres en los años sesenta, cuando media Andalucía emigraba en trenes de tercera a Barcelona, Madrid, el Gran Bilbao o superaba la frontera de Irún buscando una vida mejor. Antonio vivía en Mamariga, un barrio con demasiados batasunos por metro cuadrado, algunos venidos de fuera como él, pero convertidos al abertzalismo radical para sacudirse sus complejos maketos. Echo mucho de menos las aportaciones de la Psiquiatría a estos casos tan abundantes en Euskadi. Vivir en un barrio que, en ciertos aspectos, parecía Rentería significaba demasiados chivatos alrededor. En aquella acera frente a la casa de mis padres quedó el cadáver de un hombre asesinado, un humilde obrero que dejaba mujer, un hijo de 8 años, una hija de 5 y el sambenito que le había colgado una pandilla de malnacidos que, ya jubilados, seguirán tomando vinos por el barrio de Mamariga sin cargos de conciencia.

La escenografía se repitió fatalmente un año más tarde: el 17 de octubre de 1981. Era sábado. Por la mañana teníamos partido de fútbol en el colegio. No llegué a jugarlo porque me volví a casa. Por el camino hacia Portugalete por El Burgo nos encontramos con un cordón policial y un grupo de curiosos. Habían asesinado a Santiago González de Paz, un cabo de la Guardia Civil de 30 años, nacido en Canarias, que trabajaba en la aduana del puerto. Le mataron cuando salía de casa a la misma hora de todos los días para coger su automóvil, un Morris Marina, muy llamativo por ser uno de esos coches que llamábamos “extranjeros” y por tener matrícula de Tenerife. Los verdugos conocían a la perfección sus horarios y costumbres. Sabían que mantenía las rutinas de cada día laborable porque creía que no le pasaría nada por su actividad en el puerto. Le dispararon cuando estaba en su vehículo particular del que salió malherido, dando tumbos, hasta la acera de enfrente donde cayó muerto. Cerca de él había una pintada de Herri Batasuna. Pasábamos por allí cuando levantaban el cadáver.

Otra vez la misma escena de un año antes, otra vez la misma fotografía para mi memoria, esa que solo la veo en blanco y negro, esa de la que solo recuerdo la sangre de la víctima. La sangre, siempre la sangre. La que me paralizaba y asustaba por momentos. Me pasó cuando me tocó cubrir para Cuatro los asesinatos de los guardias civiles Raúl Centeno y Fernando Trapero en la localidad francesa de Capbreton, en 2007 y, tres meses después, el de Isaías Carrasco en Mondragón. La sangre quedó en el asfalto y a mí se me encogía el alma pensando en sus trágicas muertes. Es cuando por muy periodista que seas las emociones te pueden, te ganan.

Volviendo al asesinato del guardia Santiago González de Paz, cinco horas después de pasar por el lugar del crimen vi el final de su funeral en el exterior de la Iglesia de San Jorge. ¡El mismo día! Las liturgias de siempre, los gritos de rigor, las autoridades de siempre. La prensa dijo al día siguiente que estaba casado, con dos hijos, uno de 5 años y otro de 11 meses. Recuerdo la imagen del hijo mayor. Le llevaba de la mano un hombre que bien podía ser compañero del guardia asesinado. Se metieron en el asiento del copiloto de un coche que iba detrás del furgón mortuorio. Hay una imagen que todavía tengo presente: la cara de ese crío. Aquel niño asustado al que acariciaba como consuelo un compañero de su padre se llamaba David. Muchos años más tarde me enteré de que falleció tres años después al ahogarse en un pozo. Su hermano llegó a ingresar en la academia de la Guardia Civil, pero no llegó a vestir el uniforme de la Benemérita. Su madre consiguió rehacer su vida lejos del País Vasco. Hay otra madre y esposa que no pudo hacer lo mismo once meses después. Me viene a la memoria el caso de María Dolores Berisa Martínez. A sus 47 años se había quedado viuda con 4 hijos.

El 5 de junio de 1982, un comando de ETA había asesinado a su marido, un industrial vinatero, no se sabe muy bien si por ser de derechas o por no pagar el llamado “impuesto revolucionario”. Su verdugo, José Antonio Fernández, alias Maguila, estuvo 22 años en la cárcel por ese crimen. Cuando le detuvieron nos impresionó a varios amigos y a mí, porque solíamos coincidir con él jugando al futbito en el patio de un colegio público de Mamariga. En 2014, le presentó en un programa de la televisión pública vasca una periodista de Santurce, del barrio de Mamariga, que tuvo la falta de tacto con sus víctimas (siendo generoso con ella) de presentar al tal Maguila como un hombre que estuvo en la cárcel “por la muerte de un comerciante en los años 80”. La muerte del comerciante como si hubiera sido en accidente de tráfico y en los años 80 como si fuera en el Pleistoceno. El tipo, sin un átomo de arrepentimiento, soltó el clásico discurso “postarmado” que utilizan los etarras y sus predicadores para blanquear y justificar su pasado. La conductora del programa no le recordó en ningún momento que la viuda del comerciante, no pudiendo soportar el asesinato de su marido, tres meses después del crimen subió hasta el sexto piso del edificio en el que vivían en el primero y se lanzó al vació en un patio interior.

Vivían en la misma calle que nosotros, dos portales más abajo. Mi madre contó en casa la terrible noticia y nos quedamos helados. Igual que cuando nos enteramos al día siguiente del asesinato de José Luis Barrios Capetillo, en 1988, un hostelero que tenía en nuestra calle un restaurante, el “San Jorge”, al que solía ir a menudo con mi familia. Su padre había sido concejal del PSE y solía venir a San Mamés con mi padre y conmigo. La trama civil de ETA se había ocupado de esparcir mentiras y miserias sobre la familia Barrios Capetillo asociándoles con el narcotráfico. La misma mentira con punto de partida entre la gentuza de HB que en 1991 volvió a las calles de Santurce con varios comerciantes conocidos. Los chivatos proetarras les odiaban porque eran socialistas. No había otra explicación a tanta calumnia-basura. Hace pocos días leí una entrevista-testimonio a Nerea Barrios, hija del hostelero asesinado, cuyo titular lo resumía todo: “He estado 25 años callada; ahora quiero limpiar la memoria de mi padre”. 25 años de obligado silencio y de mentiras en ese ambiente espeso, tan propio de una sociedad que durante mucho tiempo se pareció al Berlín y al Chicago de los años 30 del siglo pasado, con los nazis y la mafia controlando todo.

La calle en la que vi todo esto era la principal arteria comercial y social de Santurce. Una zona con un nivel relativamente acomodado, si comparamos con otros barrios de la localidad portuaria más modestos, en los que predominaban los acentos de diferentes partes de España. Una vía que se fue poblando durante la segunda mitad de los años sesenta con baby boomers que somos la “generación de la Democracia” en España. La gran mayoría de nosotros educados en colegios privados frente a la inmensa mayoría de otros barrios que acudían a centros escolares públicos. Si analizamos los resultados electorales registrados durante décadas en Santurce, los vecinos de la calle Capitán Mendizábal votaban mayoritariamente por opciones de centro derecha. Ahí estaba el principal granero electoral de la derecha nacionalista o españolista. De esto se deduce que el ambiente y los valores dominantes, posibilitaban un claro rechazo al terrorismo. Pero no fue así. Fue una metáfora, un reflejo o una síntesis de los que ha sido la sociedad vasca frente al terrorismo nacionalista: un nivel de bienestar social y económico alto que contrastaba con un nivel ético y moral bordeando la indigencia.

Otros muchos de mi generación en la misma calle tuvieron como yo el terrorismo en la puerta de casa, pero o no les importó, no les conmovió, no les indignó o les pareció que las víctimas de ETA estaban bien muertas. Cuando una sociedad, una generación, ha tenido el terrorismo en la puerta de casa y esto solo ha concienciado y movilizado a una ínfima parte de sus integrantes, solo se puede pensar que el miedo y la cobardía moral han hecho más daño que los propios terroristas. Si siendo más jóvenes fallaron la Ética y la Moral, que siendo más mayores no falle la Memoria.

Gorka Angulo Altube es periodista y trabaja como responsable de comunicación en el Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo.



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