Testimonio sobre un cuádruple asesinato de ETA
Silverio Velasco
Escribo estas líneas cuando han pasado ya treinta años desde aquel 25 de octubre de 1986, en el que ETA asesinó al General de Brigada y Gobernador Militar de Guipúzcoa, Rafael Garrido Gil (59 años), a su esposa, mi única hermana entre seis hermanos, Daniela Velasco Domínguez de Vidaurreta (58 años), al hijo de ambos, Daniel Garrido Velasco (21 años), y a María José Teixeira (27 años), una señora de nacionalidad portuguesa que falleció el 11 de noviembre de aquel año, a consecuencia de las gravísimas heridas que le produjo aquel atentado. No podemos olvidar, además, a la docena de heridos de diversa consideración.
Tanto mi madre como la de Rafael, Presentación Gil Faulín, sobrevivieron con entereza a aquel destrozo familiar. Mi madre, Guadalupe Domínguez de Vidaurreta Izco, tenía 90 años, sin la mente todavía mermada (aún le iban a quedar diez años de vida, para llegar, como llegó, a centenaria) y con la ejemplaridad de ser capaz de perdonar a los asesinos de su única hija: “Que no les hagan nada” fueron sus palabras textuales.
Recordando agradecido al siempre amigo de esta noble causa del apoyo a las víctimas del terrorismo, el jesuita Alfredo Tamayo, que formó un ejemplar tándem con su compañero de orden religiosa, el querido Antonio Beristain, doy paso a estos párrafos de su artículo en El Diario Vasco, edición impresa de 24 de octubre de 2011:
“Ahora se cumplen los veinticinco años de uno de los atentados más sangrientos de la banda terrorista. Era media mañana del 25 de octubre cuando una ensordecedora explosión conmovió el centro de nuestra ciudad. El lugar era el cruce del Boulevard con la calle Legazpi de San Sebastián. Trozos de carrocería de un vehículo, una lluvia de cristales de escaparates cercanos, una nube de fuego y humo, gritos de terror y de socorro constituían aquella trágica escenografía. Tras disiparse el humo y al cabo de unos minutos pudieron verse entre los restos del vehículo tres cadáveres destrozados y en las aceras unos cuantos transeúntes heridos. Los cadáveres eran nada menos que los del gobernador militar, general Rafael Garrido, el de su esposa Daniela y el de Daniel, el hijo de ambos. Uno de los transeúntes heridos era María José Teixeira, portuguesa, que fallecería días después. Una pareja de etarras que montaban una motocicleta estaban en el origen del atentado. Habían colocado una potente bomba de adhesión magnética en el techo del vehículo y huido a toda velocidad.
El atentado produjo en la ciudad y en toda España una conmoción grande. Después se supo que el general Garrido cayó en la cuenta inmediatamente de la colocación del artefacto y gritó al conductor del vehículo para que lo abandonara inmediatamente. Así salvó la vida aquel soldado, pero no el general y su familia. Sus cadáveres fueron trasladados a Jaca, ciudad predilecta para la familia. Los funerales tuvieron lugar aquí, en la iglesia de Santa María [de San Sebastián], y presidió y ofició el acto el párroco don José Elgarresta, con una homilía llena de cercanía y empatía con la familia Garrido. Sin embargo, junto a éste y otros gestos de solidaridad, hubo que contar, por supuesto, con la habitual indiferencia ciudadana. También con muestras de inhumano regocijo. Yo era por entonces profesor en la facultad de Filosofía de la UPV, sita entonces en Zorroaga, y tuvimos que soportar por mucho tiempo una pintada en pleno salón de actos que decía: ‘La familia Garrido se fue como el humo de las velas’. Ninguna autoridad académica durante semanas tomó la iniciativa de borrarla. Más aún. Silverio Velasco, cuñado del general, era profesor en un instituto de la ciudad. Al reanudar la docencia tuvo que soportar durante la clase chanzas, risas y cortes de mangas por parte de alumnos de Jarrai. Silverio no pudo soportar mucho tiempo tales muestras de inhumanidad y tuvo que solicitar un tiempo de excedencia.
La familia Garrido, de profundas convicciones cristianas, no olvidó a la joven portuguesa víctima del atentado. Ayudó a su marido e hijos. Tuvo que llegar el año de 2003 para que los familiares de la familia Garrido-Velasco recibieran en acto solemne la Medalla de Oro original que otorgaba la corporación donostiarra de manos del entonces alcalde, Odón Elorza”.
La alusión del padre Tamayo a Don José Elgarresta, párroco de Santa María de San Sebastián cuando ocurrieron los hechos, me mueve a transcribir aquella emocionante homilía que pronunció en el funeral de mi familia (el 26 de octubre de 1986) y que su autor tuvo la amabilidad de dármela en copia literal. Termino mi testimonio con esto, donde todavía no aparecía citada la cuarta víctima mortal, María José Teixeira Gonçalves, que tardaría una dolorosa quincena en fallecer:
“Excelentísimas autoridades, hijos de Rafael y de Daniela, hermanos de Daniel, familia del dolor, amigos y hermanos todos en Cristo Redentor.
Me tiembla la voz, me tiembla el corazón, ante esta tragedia que nos llena a todos de un inmenso sentimiento de dolor. Aquí están, ante nosotros, los cuerpos acribillados de un hombre de bien, de su esposa e hijo. Un hombre de carrera brillante, de singular nobleza, de lealtad acrisolada, cristiano de cuerpo entero y de alma entera, amigo de todos, gran amigo, sin una brizna de rencor. Un hombre de manos inocentes y de puro corazón, como pide la Escritura. Daniela, su esposa, inocente. Su hijo, Daniel, inocente. ¡Aquí está la inocencia sacrificada! El General Foch decía, en un día apocalíptico para su patria: “Francia necesita mucha sangre derramada para limpiar sus pecados”. Acaso también nosotros…
Y, ante este triple asesinato, ¿qué decir? Aunque tengo la boca llena de frases durísimas y amargas, no voy a decir ninguna, porque las condenas más duras se han repetido cien veces; las llamadas a la paz y a la concordia son constantes. No hay palabras para calificarlo. Es franca y literalmente incalificable. Además, estamos en esta Basílica, presididos por nuestra Madre del Coro, a quien tanto amaban ellos. Hemos querido siempre que sea un espacio de concordia y acogida.
No es hora de hacer un sermón doctrinal, ni es circunstancia para exponer preceptos ni criterios de actuación. Pero sí es hora de comunicarnos mutuamente la pena y el dolor que nos embarga y de compartir con sus hijos y amigos, con todos los que aquí lloramos la muerte de unos seres queridos…, y para nosotros, cristianos, es la hora de elevar nuestra súplica angustiada al Señor de las misericordias.
Si nos dejáramos llevar por nuestros sentimientos puramente humanos, nos saldrían palabras como: justicia, revancha o, quizás, venganza. Pero somos cristianos y vamos a pedir a Dios que nos conceda lo que humanamente no podemos: la gracia de pasar de la ira al perdón.
Pero ¡Señor, Eterno Dios! ¡Hasta cuándo, Gran Dios! Reconocemos nuestro pecado. Reconocemos que hay mucha sangre de Caín entre nosotros. Reconocemos nuestra impotencia. Tenemos la experiencia de nuestra incapacidad para conseguir la paz y la hermandad. Levanta tu brazo. Sé Tú quien dirija nuestros pasos. Ilumina tu rostro sobre nosotros. Y abramos nuestro pecho a la esperanza.
Estas muertes que los hombres, desde nuestra perspectiva puramente humana, justamente las juzgamos sin sentido y que destrozan nuestras esperanzas humanas, no pueden ser totalmente estériles. Tienen que tener un valor, como tiene valor el grano de trigo que se pudre en la tierra y florece luego en espigas granadas.
Pensemos que, al otro lado de la frontera de la vida, nos encontraremos con el Dios que vive. Porque Dios vive y tenemos la confianza de que estos tres mártires inocentes serán recibidos en el lugar del descanso preparado para los que creen en Él. Porque “yo soy la resurrección y la vida, quien cree en mí no morirá eternamente y yo le resucitaré”.
Creemos, esperamos y confiamos que la nobleza de estas vidas y el holocausto de sus muertes tendrán el valor suficiente para merecer una primavera inacabable sin llanto ni luto, sin muerte ni dolor.
Enviémosles a nuestros queridos hermanos Rafael, Daniela y Daniel, nuestro mensaje de amistad y de oración.
Por fin, lo que no es fácil, hagamos un esfuerzo para pacificar nuestro espíritu. Participemos en esta gran plegaria que todos los cristianos, juntamente con Cristo, elevamos al Padre Dios, Dios de las misericordias”.
Silverio Velasco fue profesor de Filosofía en la Universidad del País Vasco (UPV/EHU). En 1986 ETA asesinó a su hermana, Daniela Velasco, junto a su marido, el General Rafael Garrido Gil (Gobernador Militar de Gipuzkoa), y uno de sus hijos, Daniel Garrido Velasco.