Distancia. Un día menos en la vida de dos guardias civiles en la Euskadi de los años 80
José Alfonso Romero P. Seguín
Fue un tiempo presidido por la distancia (distante de la dignidad, la justicia, los derechos y libertades), en el que los ciudadanos se distanciaban de nosotros para así mantener distancia con los terroristas, y nosotros de ellos para distinguir a los terroristas. Mientras, los terroristas administraban a su antojo las distancias.
Los días que la muerte te marca se momifican como lo hacen las flores en los herbarios o las mariposas en las vitrinas de los coleccionistas. Lo sabes porque no los recuerdas, sino que los visualizas y percibes rígidos y distantes, como si en vez de estar en ti pasasen a tu lado, como a tu lado pasa una conversación, un grupo de personas, un paisaje o la escena de una película. Dejan de pertenecerte, eso sucede, y pasan a ser propiedad de la angustia; ella es quien dispone el talante y atuendo de su memoria.
Fue en uno de esos días. Habíamos prestado servicio en la delegación de Hacienda en San Sebastián. Veinticuatro horas en el interior de un edificio sin alma cuando estaba cerrado y desalmado cuando abría sus puertas.
Durante esas horas: malas palabras, peores miradas, rabia, recelo, desprecio, hipervigilancia, impotencia, vulnerabilidad, odio y distancia. Cualquiera de los que entraban podían dispararte sin posibilidad de defensa, todos los que estaban allí lo sabían, pero lo ignoraban. Por eso, si extremabas la seguridad, te insultaban. Los terroristas y sus acólitos conocían esa debilidad y la tenían presente, jugaban a matarte. Se situaban a tus espaldas, buscaban romperte, provocarte, dejarte en evidencia. Y nosotros respondíamos distanciándonos, dos de uniforme y otro de paisano, separados, distantes, como los bolos de una tirada diabólica. Se trataba de dificultarles la jugada.
Al salir, bolsa en mano y, en ella, el uniforme y la metralleta, y por supuesto distanciados en el lógico afán de que cupiera defensa en esa distancia. En la cintura, la pistola. La mirada acorde con la prisa. Mirar y caminar sin pensar. Y cuando no podías más, dejar de mirar y de caminar, demorarte en un desplante, plantarte, exigiéndote el imposible de ser uno más. Hacerte fuerte en la justeza de esa rabia rayana con la locura que te exigía hacer algo por ti, algo capaz de hacerte visible en medio de esa injusta indiferencia, un gesto capaz de gritar tu humana condición sin necesidad de explicarla. Y si era preciso, por qué no, de inhumanidad, si es que así se le puede llamar a sacar la pistola y registrar a ese que te acecha, insultar al que te insulta. Gritarles tan fuerte que tuvieran que abrir los ojos y con esos ojos mirarte. Los terroristas asesinaban, extorsionaban, secuestraban… y, sin embargo, eran tratados como seres humanos. En el fondo y en la forma, un gesto de ternura hacia ti, eso te exigía la rabia en ese momento de soledad y miedo. No eran pocos los que lo hacían y cuando lo hacían, eran castigados como si hubiese sido su sana voluntad la que los movía, cuando era su enferma soledad. A los demás nos tocaba volver a empezar, buscando no perder la gris estela de la distancia. Extraviados entre las gentes, no la había respecto a nuestros posibles asesinos, pero sí respecto a nuestros compañeros, y eso nos daba seguridad. Si manteníamos la distancia obligábamos a los agresores a distanciarse y, en ese término, a debilitarse.
Después de comer salí con Ángel a disfrutar de las pocas horas de descanso de que disponíamos. Buscábamos hacerlo lejos del bostezo del viejo caserón del Paseo de Heriz, donde vivíamos hacinados en esa amarga soledad a la que aboca el desamparo. Una mala sombra adornada de música y juventud de la que huíamos a la menor oportunidad.
Nos recuerdo entrando en el pub Novecento. El local estaba vacío. Una estela de luz inundaba el amplio espacio que mediaba entre la puerta y la barra. Al fondo, un camarero trasteaba con botellas. Sonaban los limpios acordes de Sultans of Swing de Dire Straits. Magnífica distancia. La recorrimos hombro con hombro embebidos en la alegre inercia de vivir, de sentirnos vivos. Teníamos 20 años.
El camarero nos atendió sin cruzar palabra. La tregua se prolongaba natural en el mágico hilo de la música y la pujanza de nuestra alegría. Cuando finalizó la canción se apresuró a pinchar Pedro Navaja, de Gato Pérez, esa que dice: “Pero to´os saben que es policía”. Se había roto la tregua y, con ella, el hechizo del momento. Curiosamente, el aire seguía oliendo a limpio. La luz jugando con el polvo. Nada había cambiado y, sin embargo, ya nada era lo mismo. La distancia se imponía de nuevo, el camarero nos lo hacía saber y nosotros, distantes, lo mirábamos sin entender el porqué. No había nadie más, nadie, por tanto, le podía acusar de mostrarse simpático. Quizá creía en la causa, quizá solo defendía su distancia, la equidistancia.
Sobre la ocho de la tarde salimos de la discoteca La Perla, donde habíamos pasado las últimas horas. Regresábamos al cuartel. Al fondo, en el borde de la “herida”, el linde de la parte vieja con el Boulevard, sonido de sirenas, secos estampidos de pelotas de goma, gritos de “policía asesina”. Rutina. Una partida más del perverso juego de mostrarnos crueles y, como tal, dignos de ser asesinados.
Pudimos tomar un taxi, pero la salobre tibieza de la tarde invitaba a caminar. Lo hicimos por el Paseo de la Concha. En un punto intermedio, dos hombres apoyados en la barandilla miraban aparentemente al mar. Uno de ellos llevaba una txapela que tañía de sombra la aguzada mueca de un rostro marcado por esa ruda melancolía que define la maldad. Al pasar a su altura vi como avisaba con el codo al compañero, a la par que le hacía un gesto con la cabeza para de inmediato situarse a nuestra espalda. Otra vez la distancia, pero, en este caso, la exacta para que no fuésemos solo nuca. No sé cómo se lo hice saber a Ángel, solo sé que aceleramos el paso a la par que buscábamos bajo la ropa una pistola que no llevábamos (ellos guardaban las manos en los bolsillos de sus chaquetas). Lo repentino de nuestra prisa los había distanciado unos metros más. Otra vez la distancia, esta vez jugando a nuestro favor. A partir de ahí y durante muchos metros se mantuvo tensa, quebrándose solo allí donde teníamos que sortear algún paseante. Por lo demás, a un lado, la cada vez más honda playa; al otro, la carretera y el muro del palacio de Miramar. La alternativa más lógica era saltar. Y una y otra vez mirar hacia atrás y verlos caminar firmes, decididos. Y mirar al fondo y ver las rocas, negras, afiladas… En esos momentos la cabeza se llena de vacío, el corazón se cuelga de la boca y la boca se llena dientes que se muerden sofocando el hondo gemido que arrastra el terror. ¿Qué hacer con él? Podríamos llorar, gritar, atarnos al cuerpo de alguna de las personas que, ajenas a esa batalla, caminaban embebidas en la belleza de aquel mar que iba y venía en la orilla y en el plácido vuelo de las gaviotas que orlaban la isla de Santa Clara. Podríamos hacerlo, pero estábamos allí para defenderlos. Además, sabíamos que no valdría de nada, que no había piedad, lo testimoniaban los asesinados, tan muertos como grande era la maldad de sus verdugos. Solo teníamos los pies y la añagaza de seguir con la mano atada a la cintura para que pensaran que íbamos armados. Eso y la distancia, mantenerla era vital. A pocos metros del túnel de Ondarreta echamos a correr. Ellos también. Ángel lo hizo por el interior y yo por la parte exterior, me había obsesionado con la playa. Al final del túnel nos volvimos a encontrar. Jadeando cruzamos la calle hacia Avenida de Zumalacárregui. Al llegar a la esquina volvimos la vista y ya no estaban. Detrás y en la distancia quedaba la negra boca del túnel, derramada como una inocencia entre el cielo y el mar.
En la Comandancia nos enseñaron fotos de miembros de ETA y ambos reconocimos al de la txapela. Era Zabarte. “Tuvisteis suerte”, nos dijo el compañero de información. “Hay que llevar la pistola”, nos reprochó. La distancia, pensé.
No hubo tal suerte, no salimos ilesos de aquellos minutos de terror, fue mentira, salimos con un roto que sumado a otros muchos nos fueron agrietando hasta quebrar nuestra integridad psíquica.
En este relato busco dar testimonio del discurrir cotidiano de miles de hombres que vivieron acosados por ETA y su entorno bajo la desentendida mirada del resto de los ciudadanos e instituciones y que viven, y han vivido, marcados por esa profunda secuela y distanciados de su legítima condición de víctimas.
José Alfonso Romero P. Seguín, escritor y poeta, es autor del libro La hija del txakurra. Estuvo destinado como guardia civil en la Comandancia de Guipúzcoa desde marzo de 1979 a finales de 1983.