Pequeña tragicomedia vasca en tres actos

Pequeña tragicomedia vasca en tres actos

Gaizka Fernández Soldevilla

Acto I

Creo que se llamaba Iker, pero no estoy seguro. Sí sé que era delgado, moreno y bajito. Tenía un año más que yo, pero terminó repitiendo, por lo que coincidimos en los últimos cursos de colegio. No puedo decir que fuéramos amigos. Ni siquiera recuerdo cómo me caía, aunque supongo que bien.

Tengo grabadas dos escenas de las que Iker fue protagonista y yo espectador. La primera debió ocurrir cuando estábamos en 8º de EGB. Fue durante el recreo. No tengo ni idea de las circunstancias, de por qué empezó o qué pasó después, pero la imagen es imborrable: Goliat contra David; mi compañero recibiendo las patadas de otro alumno, también repetidor, pero bastante más alto y fuerte, que me caía decididamente mal (a mí y al resto de la clase: era el típico abusón). Iker permanecía firme, con los puños cerrados, aguantándose las lágrimas. Incluso le desafiaba: “¡pega más fuerte, si tienes…!”. Algo así. Por algún motivo que desconozco, no podía responder a la agresión. Pero no se doblegó. Los detalles se han perdido en mi memoria, mas no la sensación que me embargó entonces: la de una profunda admiración. David me había enseñado lo que era una victoria moral ante un violento y tiránico Goliat.

Recaldeberri era y es un barrio obrero, castellanoparlante y maketo (inmigrante) de Bilbao. Y los alumnos del colegio Sagrado Corazón éramos un fiel reflejo de tal realidad sociológica. El grado de politización que había entre nosotros era prácticamente nulo. En las aulas no nos inculcaron doctrina política ni una versión distorsionada de la historia de Euskadi. No nos enseñaron a creernos diferentes, es decir, mejores. Tampoco a odiar.

No todos los niños vascos de mi generación tuvieron tanta suerte.

Acto II

Hice el bachillerato en otro centro, lejos de Recaldeberri, y perdí el contacto con mis antiguos condiscípulos. No obstante, volví a ver a Iker durante unos carnavales. Teníamos en torno a diecisiete o dieciocho años. Debido a que no habíamos pensado en nada hasta el último momento y a que parecía una opción sencilla, los amigos de la cuadrilla decidimos disfrazarnos de guardias civiles. Íbamos de verde, con unos ridículos tricornios de plástico, bigotes postizos, pistolas de pistones y carteles con mensajes jocosos: “Todo por la Patri” y cosas por el estilo. Tal vez alguno albergaba la secreta esperanza de que nos permitieran entablar conversación con alguna Patricia (y sus amigas). Por desgracia, no encontramos a ninguna chica que se llamara así. De cualquier manera, estábamos pasándolo bien.

Era de noche y estábamos en un cruce de calles, en pleno Casco Viejo de Bilbao, cuando me reencontré con Iker. Lo reconocí al instante. Había crecido, tenía coleta y probablemente alguna copa de más. Él a mí no: solo distinguió un uniforme verde. En cuanto nos vio se lanzó hacia nosotros. “Alde hemendik!”, nos gritó como señalándonos una metafórica puerta de salida de Euskal Herria. No dejó de repetirlo, cada vez más alto, llamando la atención de la gente que pasaba por allí. “Alde hemendik!”. ¡Fuera de aquí! Se trataba del eslogan del nacionalismo vasco radical contra la presencia en suelo vasco de las FCSE, heredero del “¡Qué se vayan!” que durante la Transición patentó EIA. Intentamos razonar con él, pero fue imposible: Iker estaba como loco, fuera de sus casillas. Tenía las venas del cuello hinchadas, el cuerpo en tensión, como un felino a punto de atacar. Nunca he visto una mirada como la suya, tan cargada de ira. No la olvidaré jamás.

No sé si los suyos se lo llevaron o si nosotros nos fuimos para evitar males mayores. De cualquier modo, mis amigos no tardaron en olvidarse de lo que para ellos no era más que una simple anécdota. Para mí se trataba de algo más: un recuerdo de la infancia que se empañaba. El episodio me dejó un poso de tristeza, que me amargó la fiesta. David había dejado de ser un David para transformarse en un Goliat.
Me pregunté qué le había pasado al chaval al que un día había llegado a admirar. ¿En qué se había convertido? ¿En qué lo habían convertido? ¿Quién le había inoculado el virus del fanatismo? ¿Hasta dónde sería capaz de llegar?

 

Acto III

Cuando terminé la carrera me fui a Madrid para cursar un Máster. No tardó en defraudarme, pero aquel año no fue una completa pérdida de tiempo. Entre otras cosas, conocí a una chica maravillosa, con la que comencé una relación. Hoy en día seguimos siendo amigos, lo que me ha permitido contrastar mis recuerdos con los suyos y, por tanto, escribir esta última parte con una razonable garantía de verosimilitud.

Volvamos al pasado. En agosto de 2004, tras finalizar las prácticas asociadas al Máster, volví a Bilbao. Una vez allí, invité a la que entonces era mi novia a pasar conmigo las fiestas, la Semana Grande. Era la primera vez que ella visitaba mi ciudad, así que se trataba de una ocasión muy especial. Vino en su coche. En aquella época no había GPS ni móviles con Google Maps, así que quedamos cerca de la entrada de Bilbao. Me monté en el asiento del copiloto y la fui guiando hacia la casa de mis padres. A los pocos minutos llegamos a la calle en la que vivía.
Ya estábamos cerca cuando observamos cómo se acercaban tres jóvenes encapuchados por la acera. Todo sucedió muy deprisa. Justo antes de que pasáramos, uno de ellos puso en medio de la carretera unos contenedores de basura. Nos habían cerrado el paso. Tampoco podíamos dar marcha atrás: a nuestras espaldas otro chico había colocado algunas vallas amarillas, de las de obra. El tercero sostenía unos cócteles molotov para convertir los cubos y las vallas en una infranqueable barrera de fuego.

Nada nuevo. Kale borroka de manual: ultranacionalistas exaltados, botellas de gasolina, desperfectos en el mobiliario urbano, una calle cortada al tráfico y enormes molestias al vecindario, al que el miedo le impediría protestar por los actos de vandalismo callejero. Aquí se vive muy bien. Todo formaba parte de la “normalidad” a la que nos habíamos acostumbrado en Euskadi.

Bueno, todo no. Nuestro automóvil había quedado bloqueado justo en el centro de esa trampa inflamable. Y nosotros dos dentro. Supongo que era por mi inconsciencia juvenil, pero lo cierto es que lo que más me preocupaba no era que pudiéramos morir calcinados por culpa de unos fanáticos, sino que mi novia tuviese que ser testigo de la peor cara de mi hogar. Sentía una inmensa vergüenza. Y angustia. Creí que el tiempo se detenía, pero me corrigen: solo fue un breve instante. No sabía qué hacer, el corazón me latía desbocado, pero tenía que hacer algo. Dije una palabrota y actué: salí del vehículo y aparté los contenedores que nos estorbaban el paso. Los encapuchados, con los cócteles en la mano, se me quedaron mirando. Sospecho que estaban tan asombrados como yo: ninguno de nosotros se esperaba mi reacción. Tampoco sabían qué hacer conmigo. Fui afortunado: no hicieron nada.

Irónicamente, la que era mi chica recuerda que se encontraba sorprendida y eufórica: no estaba asustada porque me vio muy seguro. “Deduje que esto te pasaba todos los días, hasta que entraste en el coche histérico y me gritaste ‘¡arranca!’”. Y eso hizo. Escapamos de allí. En cuanto pude, llamé a la Ertzaintza para avisarles de lo que había sucedido. Me atendieron bien, aunque tuve que repetir dos o tres veces mi relato, porque estaba hecho un manojo de nervios. Desconozco cómo acabó la cosa. Al día siguiente no quedaba ni rastro de lo ocurrido.

No reconocí a los jóvenes abertzales que casi nos achicharraron aquella noche. Llevaban la cara tapada con pasamontañas. Podrían ser cualquiera. Quizá no eran de Recaldeberri, quizá solo habían venido desde otro lugar para un poco de diversión salvaje (pero lejos de sus casas). Jaia bai, borroka ere bai. O quizá sí que eran del barrio. Quizá incluso los conocía. Quizá, entre ellos, estaba Iker.

Procuré no darle demasiada importancia. Que no nos estropease las vacaciones. Tampoco hubiera sabido qué decir. ¿Por qué habíamos estado al borde de tener una desgracia? ¿Qué llevaba a tres chicos a hacer algo así? ¿Y al resto de la sociedad a no verlo como una anomalía? ¿Cómo explicárselo a ella de una manera convincente, si yo mismo era incapaz de comprenderlo? No tenía respuestas.

Presumo que, desde aquel momento, estoy buscándolas.

Gaizka Fernández Soldevilla es historiador. Actualmente trabaja en el Centro para la Memoria de las Víctimas del Terrorismo, donde es responsable del área de Investigación, Archivo y Documentación. Su último libro es La voluntad del gudari: génesis y metástasis de la violencia de ETA (Tecnos, 2016).

 



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